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Una rama de aromo

Era imposible, pero ahí estaban, bajo ese aromo agudamente amarillo, repleto de ramas cargadas en flor y penetrante perfume.

La cuadrilla avanzó temprano para evitar el aplastante calor del mediodía, y siendo apenas las seis treinta de la mañana caminaron hasta el sector que se les había asignado para cavar. No era fácil trabajar cuando el sol se clavaba en la piel, pero uno que otro espino y aromo les regalaban su sombra.

La antropología forense puede ser una disciplina algo sádica, pero a la vez pacificadora. Buscar desaparecidos con la certeza de que no están vivos puede ser poco esperanzador, pero a su vez, el solo hallazgo de un pequeño hueso, da a las familias el dato certero de que su ser querido fue encontrado y que podrán llorarlo sintiendo su presencia.

Los hermanos Sánchez habían decidido subir al Glaciar San Francisco ubicado en el parque Nacional El Morado, pero como todo amateur, habían olvidado la fuerte lluvia y nevadas que habían caído en la zona hacía apenas un par de días antes de iniciar el que sería su último trecking. El problema de un frente de mal tiempo en época primaveral, es que generan aludes que arrasan y sepultan lo que encuentren a su paso. Y ellos estaban ahí, donde no debían estar. Se cumplía un año de la búsqueda de sus cuerpos y la mayoría de las veces solo se encontraban huesos de cabras y liebres.

El equipo cavaba diariamente sectores delimitados de cuatro metros cuadrados, y esta vez, dentro de ese perímetro, quedó encerrado aquel árbol que ayudaba a refrescar, en algo, la incansable excavación. Fue la falange del pulgar derecho que salió a la luz, en una posición como indicando una vía de escape o intentando mostrar hacia donde debían correr, sin embargo la evidencia revelaba que no lo habían logrado. Comenzaron a limpiar con delicadeza el lugar para no romper lo que fuese apareciendo y pincelada a pincelada, y usando las pequeñas palas, se descubrían parte de los restos que, sin necesidad de examen de ADN, ya se sabía que eran de los hermanos Sánchez. A medida que se profundizaba y ampliaba el área, se configuraba una escena estremecedora: el cuerpo del mayor de los hermanos cubría en un protector abrazo al mas pequeño, quien había mostrado su pulgar como avisando: “aquí estamos”.